Sueño poco. O al menos, recuerdo poco. Es feo. Se supone que uno sueña siempre, aunque no lo recuerde. Este punto, no puedo afirmarlo ni refutarlo.
Sólo sé que, a veces, sueño en las siestas. En las noches comunes, las de lunes a viernes, no. ¿Será qué sueño despierto? Digo, cuando camino, o cuando escucho a alguien que habla, sórdido, humedecido en pena, triste. Cuando apago el cerebro, mientras se suceden las imágenes aburridas. Me imagino, me sueño en otro lado, me sueño a punto de. Sueño para adelante, sueño en lo que pasará, o lo que podría o debería; pero también sueño para atrás, en lo que pasó, en lo que pudo y en lo que no pasó. Desato los nuditos que me llevaron ahí y los dejo tiesos, lisitos, sin rulitos. A veces, porque otras veces, los anudo, más y más, y nudo sobre nudo, me río, pensando en quien los desatará.
Ha de ser aburrido vivir sin un sueño. Despertarse sabiendo que todo siempre va a ser igual, sin importar lo bueno o malo que sea.
Vivir completamente de acuerdo con todo. Sin querer cambiar nada. Sin la ilusión, ni el impulso de darle un pincelazo al mundo.
Al fin y al cabo, cuando uno duerme y no sueña, esta ensayando su propia muerte.
Así ha de ser estar muerto. Debe ser dormir sin soñar, nada, ni un sueñito ni nada.
¿Será que uno muere cuando pierde la capacidad de soñar?
Relato acercado por Esteban Barbera
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