jueves, 15 de diciembre de 2011

Sulfúrico




Si usted, lector, no lo ha sentido, nada tiene que hacer aquí y lo mejor para ambas partes sería que se retirara en el acto. Lo sé, es una frase engreída –por decir lo menos-, acaso poco conveniente para abrir una historia como la mía, tan tediosa y herrumbrada. Sepa usted que si soy crudo al hablar, si no hay poesía en mi voz, es porque el delirio ha hecho de mí su puta y como un cáncer se ha expandido en mi existencia el malestar de estar vivo a medias. Sepa usted que esto de ver el mundo a blanco y negro no es algo por lo que sienta orgullo de ningún tipo. Sepa usted, lector –es de usanza llamarle “amigo lector”; yo, claramente, no estoy para tales afectuosidades-, que si estoy aquí, escribiendo lo que digo, es porque martillar las teclas evita que mis manos se vayan de cabeza al gatillo del revólver.

Debo insistir, con una franqueza absoluta, que si usted no conoce la sensación, de nada servirán mis palabras: solo quienes conocemos el infierno sabemos exactamente qué tan alto está el termostato. Además –y sigue esta batucada de honestidad, como una marejada imparable-, el solo pensar que usted, a estas alturas del texto, siga aquí sin saber lo que yo siento día con día, grano de arena tras grano de arena, devora mis entrañas con las llamas de la envidia. Terrible, lo sé. Se lo repito, entonces: si usted no conoce este averno, lo envidio. Lo envidio.

Limpia ya mi conciencia, se me agotan las palabras introductorias, tan inútiles como torpes. Basta ya de perder el tiempo.

No sé cuándo comenzó. Solo llegó un día, sigiloso, escondido entre las sombras de la noche que se alarga cada día un poco más, hasta asentarse por completo. Así sucede siempre, por lo que he conseguido averiguar: hoy los ojos tardan un soplo más en cerrarse, mañana un tanto más. Un par de hojas de calendario más tarde, el sueño es un recuerdo distante, el descanso un chiste de mal gusto.

Las primeras veces no me preocupé, lo tomé a la ligera, lo atribuí al estrés y a la olla de presión en la que trabajo –aba, ¿aba?; ya no lo sé-. Sin embargo, con el discurrir de los días un pequeño temor se edificó en la corteza de mi sensatez. Lentamente, muy lentamente, comencé a percibir un ligero efecto de piezas de dominó apiladas sobre mi espalda y mis párpados. Poco a poco, mis horas de sueño se recortaban más y aún un trecho más.

Tomé píldoras, acudí a especialistas, le recé a dioses, le lloré a ex-amantes y supliqué a familiares. Todas las voces acudían a respuestas tan dispares como ridículas. Todas las probé, cambiando la inquietud por el desespero conforme los momentos de descanso se reducían. No había caso, no encontraba la llave para el cerrojo de mis párpados, mucho menos dejarme seducir por los alientos de Morfeo.

Pese a todo, mantenía una ligera esperanza, un no-sé-qué abierto a seguir siendo una parte activa de este teatro de títeres que llaman mundo. Por algún misterio idílico , tras mi media hora de sueño me levantaba, abría la ducha, me servía un par de tragos de jugo y llegaba al cubículo. El reloj se arrastraba más lento, cada día más lento. Frente al monitor, mis párpados como yunques, cubriendo a medias un par de canicas progresivamente rojas, resecas. Mi productividad se desplomó como un tronco añejo; los ruidos –y esto incluye, desde luego, las voces de cualquier ser humano- lastimaban mi cráneo con el estruendo de un taladro; lentamente me substraje a una realidad delimitada por mi ansiedad y mi creciente delirio.

Los paisajes dejaron de existir. Los colores también. Todo se hizo gris y áspero, y mis ojos se mancharon con sombras que ya no logro borrar. Las paredes de mi habitación fueron sustituidas por los muros de mi inconsciencia. La triste agonía del amanecer me persigue siempre, demarcada a sangre en el respaldo de mis párpados eternamente abiertos. El sulfúrico en mis pupilas sustituyó para siempre la mucosidad de unas lágrimas que nunca derramé.

El terror de ver la vida ir y venir y saberse ajeno a ella es tan grande que el lenguaje no ha logrado enfrascar su magnitud en el mediocre circo de las palabras. Es por ello que a usted, lector, le advertí. Si usted no conoce este abismo insomne, jamás podrá descifrarlo en mi dicción, porque no hay forma de que tal tortura pueda ser traspasada a los trazos exiguos de las letras.

Y sin embargo escribo. Hoy escribo mi historia, tediosa y herrumbrada, para entretener mis dedos. Mientras veo como la luz grisácea descubre una vez más este universo pálido e inunda mi habitación y mi cráneo, dedico mis minutos (unos tan idénticos a los anteriores, obsesivamente iguales) a traspasar mi historia a unas palabras sin alma ni vida como un testamento final porque, no sé, en la de menos me aburro de martillar las teclas y mis manos, tal vez sin quererlo, acaso sin saberlo, se vayan de cabeza al gatillo del revólver.




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