Sé que los
sueños pueden traerme el horror como la delicia, llevarme al descubrimiento o
extraviarme en un laberinto sin término; pero también sé que soy lo que sueño y
que sueño lo que soy. Despierto, sólo me conozco a medias, y el insomnio juega
turbiamente con ese conocimiento envuelto en ilusiones; mi mandala me ayuda a
caer en mí mismo, a colgar mi conciencia allí donde colgué mi ropa al
acostarme.
Si hablo de esto
es porque al despertar arrastro conmigo jirones de sueños pidiendo escritura, y
porque desde siempre he sabido que esa escritura -poemas, cuentos, novelas- era
la sola fijación que me ha sido dada para no disolverme en ése que bebe su café
matinal y sale a la calle para empezar un nuevo día. Nada tengo en contra de mi
vida diurna, pero no es por ella que escribo. Desde muy temprano pasé de la
escritura a la vida, del sueño a la vigilia. La vida aprovisiona los sueños,
pero los sueños devuelven la moneda profunda de la vida. En todo caso así es
como siempre busqué o acepté hacer frente a mi trabajo diurno de escritura, de
fijación que es también reconstitución. Así ha ido naciendo todo esto.
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